miércoles, 5 de noviembre de 2008

El Viaje (II)

"Bajo la sabia mirada de quién alcanzó el nirvana hallarás lo que buscas. ¿Pero que demonios significa? Esto no tiene ningún sentido. Tendría que haberme quedado en mi casa.”

Entonces decidió que todo aquello era una locura y que no pensaba dedicarle más tiempo a tales tonterías. Ya que estaba allí, haría algo de turismo al día siguiente y, en cuanto encontrase un vuelo, volvería a su casa. Y así, algo confuso y bastante molesto se fue a dormir con la decisión tomada.

Unas horas después la luz ya entraba por la ventana, proyectándose directamente sobre su cara. Se removió un poco entre las sábanas y entonces se dio cuenta de que ya no volvería a dormirse. Se frotó los ojos y los abrió como pudo y entonces lo vio. Había pasado toda la noche delante de sus narices, mirándolo desde un catalogo turístico de la ciudad cortesía de la cadena hotelera y ni siquiera había reparado en él.

Se duchó a toda velocidad mientras el agua de la jarra eléctrica se calentaba. Y después de tomarse un té verde se vistió, cogió el catálogo y bajo corriendo a la recepción del hotel donde, como pudo, obtuvo las señas de cómo llegar hasta aquel lugar.

En realidad era bastante sencillo, solo debía tomar el metro hasta la estación central y luego otro que lo llevaría muy cerca de su destino.

“¿Un metro bajo el agua? ¿Un teleférico? Esto no me gusta nada...”.

Pese a sus reticencias, en poco más de una hora y media se encontró a los pies de aquella inmensa figura que le observaba de una manera sobrecogedora. Esa imagen lo dejó sin aliento, en primer lugar por su grandiosidad y después porque se dio cuenta de que para llegar hasta ella tendría que subir más de 200 escalones.

Tras unos agónicos minutos y un par de paradas para poder recuperar el aliento y las fuerzas, llegó hasta la parte más alta. La vista era impresionante. Se encontraba en mitad de un paraje natural lleno de vegetación que llegaba hasta el mar. Y, mirase donde mirase, cientos de personas rezaban inclinadas ante un gran dios de bronce.

Todos rezaban o se retrataban frente al gran hombre, todos salvo un niño que lo observaba con ojos de admiración. Tal vez, pensó, porque no era muy habitual encontrarse allí a gente como él.

- Hi! Do you speak english?
- Yes...
- I’m from Spain and I don’t speak your language. Do you know what’s its name?
- Yes. It’s the Tian Tan Buddha.
- It’s impressive!
- Yes, it is.... Mmm... well, this is for you...
- For me?


El pequeño asintió a la vez que le extendía una tarjeta de color rojo que él ya había visto anteriormente.

“¿Pero quien te lo ha... Mmm sorry... Who has...”. Antes de que terminase la frase el pequeño señaló a un individuo vestido con una gabardina y un sombrero negros que estaba observándolo desde el final de las escaleras. Segundos después se dio media vuelta y, con paso firme, se encaminó hacia un monasterio cercano.

Sabía que no podría alcanzarlo. Entonces se giró para preguntar al niño por el misterioso personaje, pero este también había desaparecido. Solo le quedaba la tarjeta, aquella tarjeta roja con letras de color blanco que, suponía, contenía la pista sobre su nuevo destino:

“La riqueza no da la felicidad, pero si llegas al 43 estarás muy cerca de ella”.


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viernes, 26 de septiembre de 2008

El Gran Día

Hoy era el gran día.

Después de dos años de espera, de berrinches y pataletas, de llevar en carnavales una copia en miniatura del disfraz de su hermana para que no le diese envidia... por fin su gran día había llegado.

- Hija despierta, que es hora de ir al cole.
- ¡Bien! ¡Voy a ir al cole como la tata! ¡Voy a ir al cole con los mayores!

El día fue divertidísimo. Había muchos juguetes, una seño muy simpática y muchos amigos con los que jugar. Cuando a la salida le preguntaron que qué tal el día, ella explicó muy contenta todo lo que había hecho. Lo único que no entendía era porque todos los niños lloraban.

-No lloréis, si no pasa nada, si después vienen a buscarnos. - les había dicho.

Y sus padres se sorprendieron y se alegraron de lo bien que había empezado su nueva etapa.

Después llegó el segundo gran día.

- Hija despierta, que es hora de ir al cole.
- No... Si yo ya he ido...

"¡No te queda ni nada!" pensó su madre compadeciéndose de la pobre niña.

Y aquel día, sentada bajo la pizarra, si que lloró.

Basado en hechos reales.

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miércoles, 17 de septiembre de 2008

El Viaje (I)

Tumbado en aquella cama de hotel, se paró de repente a pensar.

"¿Pero que demonios estoy haciendo yo aquí?".

Sólo habían pasado veinticuatro horas desde que recibió aquel sobre, en su apartamento de la Gran Vía, que contenía un billete de avión y una reserva de hotel a su nombre. El sobre no traía remitente y únicamente tenía escrita una frase en su reverso: "¿Te atreves?".

Dudó durante una hora y finalmente decidió, sin saber porqué, que debía hacer ese viaje. Así que buscó su pasaporte entre los cajones donde guardaba todos los documentos y preparó una bolsa de viaje con las cuatro cosas indispensables. Tres horas y veinte minutos después de haber recibido ese sobre embarcaba en el vuelo más largo que había cogido jamás.

Al llegar a su destino, tomó un taxi que lo llevo directamente hasta el hotel que figuraba en la reserva. Siempre había sentido curiosidad por ese mundo y, ahora que estaba allí, no podía evitar sentirse abrumado al observar el ajetreo de aquella abarrotada ciudad, que bullía de actividad, a través de las ventanillas de aquel viejísimo taxi de color rojo.

El hotel era más lujoso de lo que pensaba. A la entrada un hombre vestido con un traje de aspecto carísimo le abrió la puerta y, antes de haber terminado de entrar, otro le quitó la maleta de las manos para depositarla en uno de esos carritos portaequipajes dorados, que solo había visto en las películas. El registro fue muy rápido y en menos de quince minutos se encontró en una espaciosa habitación, con una enorme y mullida cama y a la que no le faltaba ni un solo detalle: desde una gran pantalla plana pegada a la pared como si fuera un cuadro, hasta un popurrí de hojas secas para dar ambiente, pasando por el minibar, una Biblia que no pensaba abrir ni en sueños o los típicos accesorios de baño. Todo muy limpio, muy minimalista, muy... muy zen.

Sin ni siquiera sacar el equipaje, se metió directamente en aquella fabulosa ducha, que tenía un montón de posiciones, chorros y demás artilugios. Aunque, como nunca había tenido una, se limitó a dejar que el agua cayera desde el techo a modo de lluvia y no quiso tocar mucho más por miedo a romperla y que se lo cargasen en la factura, que ya de por si debía ser astronómica. Al salir se envolvió en un mullido y suave albornoz de color blanco que encontró colgado de una percha junto al lavabo. "¡Apostaría a que es nuevo! Este me lo llevo para casa...".

Ataviado con la bata de baño, se tumbó en la cama y por fin pudo pararse a pensar en todo aquello.

"¿Pero que demonios estoy haciendo yo aquí?".

Decidió no darle más vueltas en ese momento, ya que no iba a encontrar respuesta y ya era demasiado tarde para echarse atrás. Y mientras pensaba en lo fabulosa que era aquella habitación y en que podría quedarse allí a vivir para siempre, el cansancio pudo con él y se quedó dormido sobre las sábanas.

Apenas habían pasado un par de horas y un ruido de pasos lo despertó. Se frotó un poco los ojos y los abrió en el momento justo en que algo se deslizaba por debajo de la puerta. Se levantó de un salto y abrió la puerta para ver quien se encontraba allí. Pero lo único que vio fue como el ascensor se cerraba. Recogió el objeto del suelo y cerró la puerta. Solo era una tarjeta roja, con unas letras blancas, en la que podía leerse:

"Bajo la sabia mirada de quién alcanzó el nirvana hallarás lo que buscas".

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sábado, 13 de septiembre de 2008

El Valle de Elentiah - Capítulo 1

Desde las montañas de Khalman se podía divisar todo el valle de Elentiah, que se extendía de norte a sur hasta llegar a un denso bosque, situado a más de cien kilometros de la cordillera. Desde su pico más alto, el Urkubu, se contemplaba una larga extensión de terreno que se había tornando amarillo con la llegada de los duros meses de la estación de calor. El sol abrasaba la tierra, dejándola yerma, inútil, convirtiendo un verde prado de primavera en algo con la apariencia de un desolado desierto.

Dos figuras solitarias lo cruzaban de este a oeste, aprovechando los últimos dias en los que el valle era transitable bajo la luz del sol. Una de ellas, la que iba delante, era un hombre fuerte, de unos veinte años, con el torso desnudo. Vestía únicamente un pequeño faldellín de piel y unas sandalias de cuero, y de su hombro izquierdo colgaba una aljaba vacía. No había rastro de ningún arco. Al igual que sus ojos y su cabello, su piel era morena, aunque parecía haber cogido prestado este color del astro que les iluminaba. Sólo el brillo de las gotas de sudor, que le cubrían su cara y sus anchos brazos, hacía variar la tonalidad oscura de su piel al reflejar caprichosamente los rayos de sol.

Detrás, como a unos cuatro metros de distancia, caminaba una chica joven, unos dos o tres años menor que él. Era más delgada y corta de estatura, y vestía una prenda marrón sin mangas que le cubría desde los hombros hasta poco más abajo de las rodillas. Su tez también era morena, más si cabe, aunque en este caso sí parecía su color natural. El pelo era negro y largo, adornado con mechones y trenzas de diferentes colores que le llegaban a la altura de la cintura. Resultaba curioso que lo más llamativo no fuese el hecho de que caminase sobre sus pies descalzos, sino que dos gruesas argollas estuviesen cerradas en torno a sus tobillos, obligándola a dar pasos cortos y rápidos para poder caminar al ritmo del hombre que le precedía. También sus dos finas muñecas se hallaban esposadas con sendos aros, enganchados a una larga cadena cuyo extremo final era sujetado por el joven de delante.

El chico se volvió para mirarla. Estaban tardando demasiado.

- ¡Vamos! - le dijo, por enésima vez en la última hora. - ¡Más deprisa!

La chica no respondió, aunque trató de aligerar el paso. Él ni siquiera se dio cuenta de los intentos de ella, porque miraba una y otra vez al horizonte que dejaban atrás. Estaba preocupado, y eso hacía también que se cabrease consigo mismo al no haber previsto lo que había pasado hacía tan sólo un par de días. Además, estaba desconcertado. La chica iba vestida prácticamente de pies a cabeza y no sudaba en absoluto, mientras que él, parcialmente desnudo, era incapaz de aguantar el calor insultante del sol. La única explicación que encontraba era que ella no se esforzase para caminar a un ritmo más rápido. Y eso le cabreaba aún más.

- Así no llegaremos nunca. - le reprendió - No lo conseguiremos si pasan muchos días más antes de que lleguemos a Quie-Krit.

Y era cierto. Faltaba muy poco para que llegase el dia en el que el sol calentase tanto que les abrasase la piel y sólo pudiesen avanzar por las noches. Y teniendo en cuenta que estaban casi sin provisiones y sin ningún arma para defenderse, eso equivalía a una muerte segura en el valle. Él lo sabía, pero parecía que la chica no. Él joven tiraba de ella constantemente, la gritaba, la amenazaba... pero lo único que obtenía por respuesta era una mirada vacía. De hecho, no habia abierto la boca desde que la vió por primera vez. No sabía si no hablaba su idioma o si había decidido no soltar ni una sola palabra. En alguna ocasión le preguntó que si no le habían enseñado a hablar en Común, pero ella, como siempre, se mantuvo callada.

Cansado, se paró en seco y cogió su aljaba vacía. Se giró, mostrándole el carcaj muy cerca de su cara, y la gritó mostrando su enfado.

- ¿Acaso quieres que vuelva a pasar? ¿Ya te has olvidado de lo que son capaces? ¿No ves que no puedo hacer nada para defenderte?

Aunque él no lo esperaba, algo pareció removerse en el interior de la joven. Una cara de terror se dibujó en su rostro, señal de que había entendido su advertencia y de que no había olvidado nada. Había funcionado, pues ella empezó a caminar más deprisa.

Continuaron andando durante horas, hasta que la mañana fue avanzando hacia el mediodía. El calor, a esas horas, se hacía tan insoportable que se vieron obligados a parar. Un río subterraneo cruzaba longitudinalmente todo el valle de Elentiah y, a lo largo de su recorrido, numerosas cuevas se abrían en la roca que permitían acceder a él. Lamentablemente, no existían túneles seguros que cruzasen todo el valle, pues la mayoría de las cuevas eran pequeñas y las más grandes eran demasiado inseguras como para adentrarse mucho en ellas.

Finalmente, Kareem decidió que debían resguardarse cuando encontró una pequeña obertura que daba paso a una cueva lo suficientemente amplia. Bajaron al interior de la misma, aunque no sin ciertas dificultades, pues la poca movilidad de la chica le obligaba a él a ayudarla para superar la estrecha entrada. En su interior, el agua caía por algunas las paredes, lo cual les sirvió para beber y refrescarse. Algunas cuevas eran lo suficientemente grandes como para que el agua del río pudiese formar corrientes, aunque en esta ocasión no habían tenido tanta suerte. Se sentaron en el suelo y comieron pan y algunas tortas de maíz, de lo poco que llevaban ya encima. Después, dormirían unas cuantas horas, hasta que llegase el atardecer y pudiesen salir a la superficie de nuevo para poder continuar su camino. Hasta ese momento, la joven consumía las últimas migas que le quedaban, en silencio, con sus grandes ojos azules componiendo una mirada que se perdía en algún punto más allá de las paredes de roca.

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martes, 9 de septiembre de 2008

The Baby

- Mrs. Witchest: Oh! That story has remembered me that Mrs. Nelson had a baby yesterday! Can you believe it?
- Mr. Doherty: Oh! no... I can't...
- Mrs. Witchest: It's incredible!
- Mr. Doherty: Yes, incredible...
- Mrs. Witchest: But she is older than me...
- Mr. Doherty: Really? I didn't know it.
- Mrs. Witchest: Mmmm... yes, she is...

- Mrs. Witchest: Anyway, that girl is as ugly as her mother.
- Mr. Doherty: Oh, poor girl...

- Mr. Doherty: I'm so surprised...

- Mrs. Witchest: Honey... you don't know who Mrs. Nelson is, do you?
- Mr. Doherty: Mmmm... no...

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jueves, 21 de agosto de 2008

El Valle de Elentiah - Prólogo

El ruido generado por el caos que les rodeaba fue incapaz de ocultar los gritos que se oían en todo el poblado, procedentes de una de las tiendas situadas más al sur. Allí, cuatro hombres y una mujer asistían el parto de la joven con rostros serios. Por fin, tras una larga hora de espera, los llantos del recién nacido inundaron la tienda, y la mujer que ejercía de comadrona cogió al bebé entre sus brazos para después limpiarle con una pequeña toalla. En ese momento, la tensión se apoderó de los que estaban en la casa aunque, en lugar de alegría, lo que dejaban ver sus caras eran muestras de una profunda preocupación. Todos los allí presentes se agolparon alrededor de la matrona y una expresión de consternación se dibujó en sus rostros. Aquel gesto no pasó desapercibido a la madre.

- Es una niña, ¿verdad? - preguntó ella.

La comadrona asintió con la cabeza y le tendió la cría, envuelta en la misma toalla utilizada para limpiarla. Ésta la abrazó con fuerza, aunque no consiguió retener una lágrima que resbaló por su mejilla. Casi en el mismo instante, un hombre joven se asomó por la entrada de la tienda.

- Hay que irse, ya están muy cerca.

La comadrona cogió de nuevo a la cría, y se la pasó al padre de la recién nacida, al tiempo que el resto de hombres ayudaban a incorporarse a la mujer. No habían pasado ni cinco minutos desde que la mujer había parido, pero allí todos sabían que no había tiempo que perder. No podía descansar, tenían que huir lo antes posible.

- ¿Está todo preparado? - preguntó el padre al chico que acababa de entrar.

- Lo está, señor. - contestó éste - Los hombres en el río y en el camino del oeste. Y con todo listo.

- Perfecto, vámonos.

La comitiva salió de la tienda y vio por primera vez el estado de su poblado. La noche estaba teñida del color rojo del fuego que prendía, cual estiradas antorchas, más de la mitad de las casas de su pueblo. El fragor de la batalla estaba prácticamente extinguido, por lo que dedujeron que en pocos minutos alcanzarían su posición. Los tambores de los invasores sonaban cada vez más cerca. Aterradoramente cerca.

El grupo corrió hacia el río lo más rápido que pudo. Los hombres que ayudaban a la mujer que acababa de parir tuvieron que cargar con ella durante algunos tramos. Por su parte, la matrona, preocupada por el estado de salud de la joven, consiguió en un par de ocasiones que parasen, para poder comprobar su estado.

Al llegar por fin a la orilla, tras unos interminables minutos, encontraron a un hombre anciano que les esperaba con una cesta de mimbre en la mano. Junto a él se encontraban también dos hombres armados, que miraban nerviosos a uno y otro lado.

La madre se acercó al padre de la niña y le miró fijamente a los ojos.

- ¿De verdad es necesario? - le preguntó con voz angustiada - ¿no podemos llevarla con nosotros?

- Ya lo hemos hablado, Maeva - contestó él - Es demasiado arriesgado. Empezarán siguiendo nuestro rastro, así que tardarán al menos un par de días en seguir el curso del río.

Más resignada que convencida, Maeva asintió con la cabeza. Cogió a la niña de los brazos de su padre y la introdujo en el canasto. Con cuidado, dejó la cesta en el río, pero antes de soltarlo ató a su pequeña muñeca una pulsera trenzada con dos colores, verde y azul. Hasta ese día, la había llevado siempre ella, y antes de ella su madre; y así durante las cuatro últimas generaciones.

Miró a su hija por última vez antes de soltar la cesta, contemplando el intenso color de sus ojos verdes bajo la luz de la luna.

- Tú cambiarás el mundo - le dijo en un susurro.


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miércoles, 13 de agosto de 2008

Corriendo

Cuando volvió a la realidad estaba corriendo. No sabía como había llegado allí, ni hacia donde corría, ni porque... solo sabía que corría a la velocidad del viento. Entonces pensó en si podría parar pero, cuando echó la vista a atrás, vio que siete hombres le perseguían a muy poca distancia e intentaban atraparle, no sabía porque pero eso le daba muy mala espina, ¿acaso había hecho algo malo?

Así que siguió corriendo sin detenerse, cada vez más rápido. Y cuando pensaba que ya se había librado de aquellos hombres, de repente se produjo un gran ruido y un hombre le salió al paso atrapándolo con una especie de manta. No sabía que estaba pasando, ni lo que le ocurriría si se resistía, por lo que se dejo llevar y permitió que le acorralasen y bambolearan aquellas extrañas personas que hablaban en un idioma que jamás había escuchado. Parecía que quisieran desorientarle o hacerle perder los reflejos. Extrañas técnicas de ataque pensó.

Entonces le apresaron en una sala vacía y le dejaron solo. Allí no había nadie más, nadie a quien preguntar sobre lo que estaba ocurriendo, nadie para sacarle de dudas. Por fortuna, al menos, le habían dejado una botella con un líquido transparente que, aunque no era agua, parecía que se podía beber y también algo de ropa con la que taparse.

Trató de relajarse para poder procesar todo aquello, pero estaba tan cansado que casi se quedó dormido y, de repente, la puerta se abrió con un gran estruendo. Había mucho ruido y extrañas luces brillantes que lo cegaban, volviendo a provocarle esa desorientación a la que empezaba a habituarse. Lo condujeron por un largo pasillo hasta un gran espacio abierto, lleno de gente que lo miraba expectante - ¿Acaso van a ejecutarme? ¿Sin ni siquiera decirme que he hecho? ¡Exijo mis derechos!

Le subieron a una especie de patíbulo donde, al parecer, dos reos corrían la misma suerte que él; aunque tuvo la impresión de que su delito había sido mayor que el de aquellos hombres que se encontraban debajo suyo. Y uno tras otro les hicieron agacharse para ponerles lo que le pareció una soga al cuello. Aunque, ¡que extraño!, aquella soga era mucho más suave de lo que el pensaba y no apretaba tanto como en un principio le había parecido. De repente la gente, que no había parado de gritar durante todo el rato, se quedo en silencio total para dar paso a una música que sonó en sus oídos como la más bella del mundo.

Y, de nuevo sin saber porqué, se dio cuenta de que estaba llorando.

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